«La
felicidad de mi amigo me confundía. Tenía la impresión de no ser más que una
sombra, pues veía en mi compañero la realidad que yo había dejado escapar.
Regresé a casa con una terrible sensación de vacío interior.
»Había desterrado a Dios de mi vida y ésta daba vueltas sobre sí misma como un trompo. Dicho objeto está constituido por una gran cabeza y una pequeña base, de modo que sólo puede estar en pie si da vueltas y más vueltas sin detenerse. Si reduce la velocidad, se cae.
Para que funcione, el trompo debe girar. Mi espiral era:
trabajo – ocio – comidas – bebidas… Y este ciclo volvía a empezar una y otra
vez. Cuanto más monótona se volvía mi vida, tanto más aceleraba el ritmo.
Pensaba que de ese modo sería más interesante, pero me equivocaba.
»Ese día
me puse de rodillas y busqué desesperadamente las palabras para dirigirme a
Aquel en quien ya no creía. Al final clamé:
–¡Señor, si estás ahí, mira cuán
infeliz soy! Si puedes hacer algo por mí… Si no me fui demasiado lejos…
¡Ayúdame!
»De repente fui consciente de que mi propia maldad había clavado a
Jesús en la cruz, pero también comprendí que Jesús me amaba con un amor
indescriptible.
¿Cómo pudo amarme tanto? Aún hoy no sé la respuesta. Pero desde
ese día mi único deseo fue vivir para él. Lo que hizo por mí también lo hará por
usted, si se dirige a él». Festo Kivengere
“Jesús les dijo: Yo soy el pan de
vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed
jamás… Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo
fuera” (Juan 3:35 y 37).
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