Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. 1 Juan 5:11-12
En los países donde desde
hace siglos el cristianismo es la religión de la mayoría de los ciudadanos,
basta con nacer en una familia católica o protestante y haber sido bautizado
para llamarse cristiano. Así, para muchos, ese nombre corre el riesgo de perder
su verdadero significado: ser discípulo de Cristo.
No ocurría así al
principio de la era cristiana. «Uno no nace cristiano, sino que se vuelve
cristiano», afirmó Tertuliano en el segundo siglo. Sólo los que se convertían a
la doctrina de Cristo, después de haber oído el Evangelio, eran introducidos en
la Iglesia (Hechos 2:41).
Esos cristianos salidos del judaísmo, paganismo o
ateísmo mediante una auténtica conversión, mostraban a sus contemporáneos un
total cambio de vida. Originalmente el cristianismo no era una simple etiqueta
exterior, la insignia de una determinada cultura o la observancia de nuevos
ritos, sino una nueva vida.
Hoy en día, debido a un alejamiento progresivo de
la verdad del Evangelio, muchos se atribuyen el nombre de cristianos, incluso
sin poseer la vida de Dios que está en su Hijo Jesucristo (1 Juan 5:11).
El
mensaje de Jesús a Nicodemo es claro: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7).
Nacer de nuevo, tener la vida divina, significa haberse reconocido pecador
ante Dios y saber que se es salvo por la obra de Jesucristo crucificado. De otro
modo, Dios pedirá cuentas por haber usurpado el título de cristiano.
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