domingo, 4 de noviembre de 2012

Después de la muerte

Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya. Filipenses 3:20-21

Me gusta visitar el pequeño cementerio de mis antepasados, acercarme a la tumba de mi esposa.
Leo el versículo grabado en la lápida: “El Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). 

Ahí, a su lado, si el Señor Jesús no viene antes, mi cuerpo también descansará. Me parece oír lo que los ángeles dijeron a las mujeres que fueron a la tumba de Jesús: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lucas 24:5). 

¡Qué maravillosa revelación!
 
Nuestros seres queridos, muertos en la fe, ya no están ahí. Lo único que queda es un cuerpo descompuesto. Su alma se fue al cielo y se halla junto a Jesús. Para el creyente, morir significa estar con Cristo, “lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23)

“Más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”, escribió el apóstol Pablo (2 Corintios 5:8)

Por lo tanto, no seamos egoístas; pensemos más bien en la felicidad de nuestros amados que en nuestra tristeza.

Sin embargo, Dios salvará nuestro cuerpo al igual que salvó nuestra alma. 

Llegará el día en que Jesús, viniendo en las nubes, llamará a todos los que ha rescatado. Revestidos de cuerpos glorificados, iremos al encuentro del Señor, quien nos introducirá en la casa del Padre.

El destino del incrédulo es muy diferente. Al morir, su alma no irá junto a Jesús, y cuando resucite, será para escuchar su condenación pronunciada por aquel cuyo amor despreció.

FUENTE: © Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)

1 comentario: