Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual
transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al
cuerpo de la gloria suya. Filipenses 3:20-21
Me gusta
visitar el pequeño cementerio de mis antepasados, acercarme a la tumba de mi
esposa.
Leo el versículo grabado en la lápida: “El Hijo de Dios, el cual me amó
y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Ahí, a su lado, si el Señor
Jesús no viene antes, mi cuerpo también descansará. Me parece oír lo que los
ángeles dijeron a las mujeres que fueron a la tumba de Jesús: “¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive?” (Lucas 24:5).
¡Qué maravillosa
revelación!
Nuestros seres queridos, muertos en la fe, ya no están ahí. Lo
único que queda es un cuerpo descompuesto. Su alma se fue al cielo y se halla
junto a Jesús. Para el creyente, morir significa estar con Cristo, “lo cual es
muchísimo mejor” (Filipenses 1:23).
“Más quisiéramos estar ausentes del cuerpo,
y presentes al Señor”, escribió el apóstol Pablo (2 Corintios 5:8).
Por lo
tanto, no seamos egoístas; pensemos más bien en la felicidad de nuestros amados
que en nuestra tristeza.
Sin embargo, Dios salvará nuestro cuerpo al igual que salvó nuestra alma.
Llegará el día en que Jesús, viniendo en las nubes,
llamará a todos los que ha rescatado. Revestidos de cuerpos glorificados, iremos
al encuentro del Señor, quien nos introducirá en la casa del Padre.
El destino del incrédulo es muy diferente. Al morir, su alma no irá junto a Jesús, y cuando resucite, será para escuchar su condenación pronunciada por aquel cuyo amor despreció.
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ResponderEliminarPueden tener efectos de sonido y luces, que pueden ser utilizados para fomentar el juego imaginativo.