Él (Jesús) es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y
muertos. De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él
creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre. Hechos 10:42-43
Desde su
juventud, para este hombre la eternidad era una fábula, la existencia de Dios un
sueño y el infierno un producto de la imaginación.
Pero cayó enfermo y, al final
de su vida, veía las cosas de otra manera: ¿Y si se había equivocado? ¿Y si
había un Dios y tenía que ir a su encuentro?
Entonces mandó llamar a un
creyente, quien le expuso la condición del hombre pecador y el juicio que le
esperaba si no aceptaba a Jesús como Salvador. Un amigo del enfermo le
dijo:
–Es mejor que se calle. ¿Por qué perturba con sus fantasías los últimos días de mi amigo?
–Fue su amigo quien me llamó, respondió el creyente. Y todavía puede ser salvo, pero hay que darse prisa.
–¡Cállese!, gritó el amigo. ¡Vivimos, morimos y después de la muerte no hay nada!
–Es mejor que se calle. ¿Por qué perturba con sus fantasías los últimos días de mi amigo?
–Fue su amigo quien me llamó, respondió el creyente. Y todavía puede ser salvo, pero hay que darse prisa.
–¡Cállese!, gritó el amigo. ¡Vivimos, morimos y después de la muerte no hay nada!
El creyente lo miró a los ojos y le dijo: Eso es lo que usted dice, pero, ¿está seguro? Sorprendido, el hombre no supo qué responder y salió del cuarto. El enfermo no podía sacar de su mente esta pregunta sin respuesta: ¿Está seguro? Estaba desesperado.
Entonces el creyente abrió su Biblia y leyó: “Palabra fiel y digna
de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores” (1 Timoteo 1:15).
El enfermo se repetía: “Palabra fiel y digna…
Cristo Jesús vino… para salvar a los pecadores”. Dejarse penetrar por esta
seguridad era creer, creer que Jesucristo se ofreció en sacrificio a Dios, en
nuestro lugar, para cargar con nuestros pecados.
El moribundo aceptó a Jesús, y la paz de Dios entró en su corazón.
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