domingo, 2 de junio de 2013

El día de Pentecostés (Léase Hechos, capítulos 1 y 2)

(Jesús dijo a sus discípulos:) No os dejaré huérfanos… El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho. Juan 14:18, 26.
Edificaré mi iglesia… Mateo 16:18
 
En Jerusalén, aquel domingo por la mañana, día de Pentecostés, 50 días después de la resurrección de Jesucristo, muchos judíos piadosos, originarios de diferentes naciones, se encontraban para celebrar esta fiesta solemne (Levítico 23).
Los discípulos estaban reunidos en una casa. Desde que Jesús había sido alzado al cielo, ellos estaban llenos de gozo, alababan y bendecían a Dios en el templo (Lucas 24:53), perseveraban en la oración.
 También esperaban el cumplimiento de la promesa de Jesús: que les enviaría el Espíritu Santo (Juan 16:7). Esa mañana dicha promesa se cumplió: “Fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2:4). 

¡La Iglesia acababa de nacer!
La primera manifestación del poder del Espíritu Santo permitió a los discípulos anunciar “las maravillas de Dios” (Hechos 2:11) en los diferentes idiomas de las personas que estaban reunidas (Hechos 2:8-11).
 
El auditorio estaba atónito preguntándose qué quería decir eso. Entonces el apóstol Pedro les recordó la crucifixión de Cristo, su resurrección y su ascensión al cielo junto a Dios. Su mensaje alcanzó el corazón de muchas personas, las cuales preguntaron qué debían hacer. Pedro les dijo que tenían que arrepentirse, es decir, reconocer que Jesús había muerto por sus pecados, aceptarlo como su Salvador y ser bautizados en el nombre de Jesucristo. De este modo recibirían el Espíritu Santo.

Ese día 3.000 personas recibieron la Palabra de Dios y fueron bautizadas.

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