Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien
haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.
Salmo 14:3
A todos los
que le recibieron (a Jesús), a los que creen en su nombre, les dio potestad de
ser hechos hijos de Dios.
Juan 1:12
Las estrofas
del «Oda a la alegría» del poeta alemán Schiller celebran la fraternidad de
todos los hombres en la alegría universal.
No se pueden negar las notas de nobleza de esos llamados a remediar los males de este mundo. No hay un sueño más hermoso que conseguir un día, gracias a las buenas voluntades, una sociedad en donde todos se llamarían hermanos y se tratarían como hermanos.
Pero la realidad viene a despertarnos brutalmente. El mundo donde vivimos se debate en la confusión de la lucha incesante entre los hombres. La fraternidad humana parece una vana palabra, y se confirma el viejo adagio latino: «El hombre es un lobo para el hombre».
En medio de este caos moral, sólo la Biblia puede servirnos de guía. Dios se hizo hombre en la persona de Jesús, semejante a nosotros en todas las cosas, a excepción del terrible peso del pecado (Hebreos 4:15).
Vino a cumplir la obra liberadora que no podíamos esperar, tomando sobre
sí los pecados de aquellos que se los confiesan. A partir de ese momento, los
que creen en él pasan a ser hijos de Dios, y Jesús “no se avergüenza de
llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11).
Esta es la verdadera e indestructible fraternidad. El mundo la rechaza pero los creyentes la experimentan por medio del poder del Espíritu Santo que los une en la familia de la fe, alrededor de su Salvador y Señor Jesucristo.
FUENTE: © Editorial La
Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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