(Jesús dijo:) Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo. Juan 10:9
El Señor… es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. 2 Pedro 3:9
Una niña de
cinco años hacía su oración, muy seria, antes de acostarse: «Señor Jesús, yo te
quiero; por favor, no cierres muy rápido la puerta de tu palacio para que mi
abuelito también pueda entrar».
La inocente oración de esta niña nos recuerda
una gran verdad: Hoy la puerta del cielo está abierta, pero no lo estará para
siempre. Se abrió ampliamente cuando Jesucristo pagó en la cruz el castigo que
merecían todas nuestras faltas (Mateo 20:28).
La paciencia de Dios hace que aún
hoy esté abierta, porque él “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan
al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:4). Pero un día esta paciencia
llegará a su fin.
Esta niña lo comprendió y se preocupa por su abuelo, quien todavía no ha entendido cuánta necesidad tiene del Salvador. Quizá no siente que está perdido debido a sus pecados. La palabra «pecado» muchas veces resuena mal en nuestras conciencias, que son tan lentas para examinarse.
Quizás ese abuelito es un «hombre honesto»: rebajarse para reconocer su indignidad ante un Dios santo es humillante. Es difícil creer que nuestros pecados nos separan de Él, y que nuestros esfuerzos y méritos no tengan ningún poder para acercarnos a Dios.
Quizás uno de nuestros lectores sea hoy el objeto de la oración constante de uno de sus familiares, pero ante todo es el objeto del amor y de la paciencia de Jesucristo. ¡Sus manos también fueron clavadas por usted!
FUENTE: © Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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