Dame, hijo mío, tu corazón. Proverbios 23:26
Cierto día
un misionero estaba predicando en medio de una tribu indígena. Hablaba de Jesús,
el buen Pastor que vino al mundo para buscar y salvar lo que se había perdido.
También contaba cómo el Salvador oró en Getsemaní, cómo estuvo expuesto a las
burlas, a los malos tratos, y cómo expió nuestros pecados en la cruz, abandonado
por Dios.Entonces un indígena de noble aspecto se acercó al misionero y le preguntó muy emocionado: –¿Jesús también murió por mí, un nativo pobre? Verdad es que no tengo ninguna tierra para dar a Jesús, pero quiero darle mi perro y mi monedero.
El misionero le dijo que el Señor Jesús esperaba de él otra cosa.
–Entonces le doy mi perro, mi monedero y mi manta de lana. Soy un hombre pobre y no puedo darle más. Le doy todo lo que tengo.
El predicador le dio la misma respuesta. Entonces el hombre bajó tristemente la cabeza y reflexionó. De repente dirigió una mirada confiada al misionero y le dijo:
–Aquí está mi persona entera, ¿la acepta Jesús?
¡Qué alegría para el misionero cuando este hombre fue a los pies de Jesús y entregó su vida a Aquel que lo había amado y se había dado a sí mismo por él!
Jesús es digno de esta entrega total de nosotros mismos. Todo cristiano debería complacerse diciendo a su Señor, como el apóstol Pablo: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Fuente: © Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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