Como lo
había anunciado el profeta Isaías, Jesús fue “despreciado y desechado” por los
hombres. “No lo estimamos” (Isaías 53:3).
Pero Dios, en los momentos escogidos
por él, no dejó de hacer resplandecer su grandeza.Antes que Jesús entrara en el mundo, Dios envió un ángel para decir a María: “Concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Éste será grande” (Lucas 1:31).
Un ángel anunció el nacimiento de Jesús a unos pastores de Belén: “Os ha nacido
hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lucas 2:11).
A
Jesús no se le dio un lugar en el mesón, por eso tuvo que ser acostado en un
pesebre.
Las Escrituras hablan poco de su infancia, excepto para mostrárnoslo
en el templo escuchando e interrogando a los eruditos, los doctores de la ley.
¡Tenía doce años! (Lucas 2:46).
Continuó su camino, yendo de lugar en lugar, siempre como un desconocido para los hombres. Pero Dios se complació en mostrar su gloria. Incluso cuando Jesús, en su gracia, se unió a los que venían al Jordán para ser bautizados por Juan, no se debía confundir con los demás.
El
cielo se abrió y la voz divina declaró: “Tú eres mi Hijo amado” (Lucas 3:22).
En
el monte alto, en donde Jesús apareció en su gloria con Moisés y Elías, una nube
cubrió a los discípulos. “Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi
Hijo amado; a él oíd” (Lucas 9:35).
Él era el más grande de todos, era el Hijo
de Dios.
FUENTE:@Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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