Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. Lucas 5:8
¡Ay de mí! que soy muerto… siendo hombre inmundo de labios. Isaías 6:5
El Hijo del Hombre (Jesucristo) ha venido para salvar lo que se había perdido.Mateo 18:11
Hasta los quince años de edad, dos jóvenes permanecieron unidos mediante una sólida amistad. Luego la vida los separó. Años después uno ejerció como magistrado y el otro como gerente de una empresa. Este último hizo malos negocios y, para evitar la bancarrota, empleó métodos ilegales.
Los fraudes fueron descubiertos y el caso fue llevado a la justicia. Sentado en el banquillo de los acusados, el pobre hombre esperaba con angustia la llegada del juez. ¡Ahí estaba! Vestido con su ropaje negro, se sentó dignamente frente a su acusado. Éste quedó estupefacto. ¡No había dudas, ese magistrado era su antiguo amigo! El juez procedió al interrogatorio.
Escuchó a los demandantes, a los testigos y a los abogados. El veredicto fue dado según los rigores de la ley: el hombre fue declarado culpable y quedó obligado a pagar una gran multa, la cual él era totalmente incapaz de pagar. Luego se levantó la sesión.
El hombre, arruinado, condenado y desesperado salió de la sala de la audiencia. Reconocía que la sentencia era justa, pero ¿cómo podía pagar semejante deuda? Entonces un hombre se le acercó y, discretamente, le dio un cheque cuya suma cubría exactamente la obligación. Era él, el juez que lo había condenado y el amigo que lo libraba.
Esta vieja pero verídica historia es sorprendente. Moralmente ilustra lo que le sucedió a todos los que creyeron en Jesucristo. Dios declara que todos somos como un hombre que es condenado justamente. Quizás usted diga: «Pero yo no he hecho mal a nadie, y puedo levantar la cabeza ante los jueces». Sí, por supuesto, ante la justicia humana. Pero ante la justicia divina todos somos pecadores. En efecto, todos los días, y varias veces al día, transgredimos los derechos de Dios de diversas maneras, por ejemplo con una mentira, una mirada codiciosa, un pensamiento de orgullo…
¡Sin hablar de muchas otras faltas más graves! Debido a estas faltas, Dios es ofendido, y este Dios, como es santo y justo, se ve obligado a condenarnos. Pero contra esta condenación no hay recurso alguno. Las obras, el dinero y los sacrificios no harán que el juez ceda. A pesar de toda su buena voluntad, el hombre arruinado es absolutamente incapaz de pagar su multa. Nadie puede pagar para borrar los pecados de su hijo o hija. “La redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás” (Salmo 49:8).
¿Eso significa que no hay forma de escapar al juicio merecido? Por parte del hombre, no, pero Dios se revela como el Dios salvador. Su propio Hijo, Jesucristo, vino a la tierra para sufrir en nuestro lugar ese terrible juicio: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6).
De este modo, Aquel que nos condena porque es santo y justo, nos libera y nos salva porque nos ama; para ello debemos aceptar a la vez su veredicto y su salvación.
El perdón que nos ofrece es el resultado de los sufrimientos y de la muerte de su amado Hijo.
Los fraudes fueron descubiertos y el caso fue llevado a la justicia. Sentado en el banquillo de los acusados, el pobre hombre esperaba con angustia la llegada del juez. ¡Ahí estaba! Vestido con su ropaje negro, se sentó dignamente frente a su acusado. Éste quedó estupefacto. ¡No había dudas, ese magistrado era su antiguo amigo! El juez procedió al interrogatorio.
Escuchó a los demandantes, a los testigos y a los abogados. El veredicto fue dado según los rigores de la ley: el hombre fue declarado culpable y quedó obligado a pagar una gran multa, la cual él era totalmente incapaz de pagar. Luego se levantó la sesión.
El hombre, arruinado, condenado y desesperado salió de la sala de la audiencia. Reconocía que la sentencia era justa, pero ¿cómo podía pagar semejante deuda? Entonces un hombre se le acercó y, discretamente, le dio un cheque cuya suma cubría exactamente la obligación. Era él, el juez que lo había condenado y el amigo que lo libraba.
Esta vieja pero verídica historia es sorprendente. Moralmente ilustra lo que le sucedió a todos los que creyeron en Jesucristo. Dios declara que todos somos como un hombre que es condenado justamente. Quizás usted diga: «Pero yo no he hecho mal a nadie, y puedo levantar la cabeza ante los jueces». Sí, por supuesto, ante la justicia humana. Pero ante la justicia divina todos somos pecadores. En efecto, todos los días, y varias veces al día, transgredimos los derechos de Dios de diversas maneras, por ejemplo con una mentira, una mirada codiciosa, un pensamiento de orgullo…
¡Sin hablar de muchas otras faltas más graves! Debido a estas faltas, Dios es ofendido, y este Dios, como es santo y justo, se ve obligado a condenarnos. Pero contra esta condenación no hay recurso alguno. Las obras, el dinero y los sacrificios no harán que el juez ceda. A pesar de toda su buena voluntad, el hombre arruinado es absolutamente incapaz de pagar su multa. Nadie puede pagar para borrar los pecados de su hijo o hija. “La redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás” (Salmo 49:8).
¿Eso significa que no hay forma de escapar al juicio merecido? Por parte del hombre, no, pero Dios se revela como el Dios salvador. Su propio Hijo, Jesucristo, vino a la tierra para sufrir en nuestro lugar ese terrible juicio: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6).
De este modo, Aquel que nos condena porque es santo y justo, nos libera y nos salva porque nos ama; para ello debemos aceptar a la vez su veredicto y su salvación.
El perdón que nos ofrece es el resultado de los sufrimientos y de la muerte de su amado Hijo.
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FUENTE: © Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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