… Sin que alcance
el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.
Eclesiastés 3:11
… A fin de
conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo, en quien están escondidos
todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.
El poeta latino Virgilio exclama en las Geórgicas: «¡Feliz el que ha
llegado a conocer las causas de las cosas!». Mucho antes que él, el rey Salomón
hacía la siguiente pregunta: “¿Quién como el que sabe la declaración de las
cosas?” (Eclesiastés 8:1).
Esta pregunta sigue siendo un desafío a la sabiduría
humana.
Los descubrimientos más sorprendentes en todos los campos, la exploración de
los astros como el estudio más avanzado de lo infinitamente pequeño, sólo
conducen a descubrir nuevos problemas y a dejar cada vez más de lado la
respuesta a las preguntas fundamentales: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A
dónde vamos?
Por muy inteligente que sea, el ser humano está encerrado dentro de los límites de su mente. Como el insecto que choca contra un cristal y se cansa tratando de alcanzar la luz, su búsqueda no lo conduce a ninguna parte y debe exclamar: “Vanidad de vanidades… todo ello es vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 1:2, 14).
Pero esta luz vino a nosotros desde afuera,
desde ese exterior inaccesible. Dios se dio a conocer, habló y se revela
mediante sus obras como el soberano Creador. A nosotros, criaturas perdidas y
sufridas, nos revela la causa de nuestro estado. Todos pecamos; y por el
pecado, el sufrimiento y la muerte entraron en el mundo. Nos mostró su amor
dándonos un Salvador: Jesús. Sólo nos pide creer. ¡Esta es la única verdadera
sabiduría!
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