martes, 3 de septiembre de 2013

Héroes ocultos

Un héroe podría ser tu vecino sin que lo supieses. El hombre que cambia el aceite de tu auto podría ser uno. ¿Un héroe en ropa de trabajo? A lo mejor.
Quizás al trabajar ora, pidiéndole a Dios que le haga al corazón del conductor lo que él le hace al motor.

     ¿La encargada de la guardería donde deja a sus hijos? Tal vez. Quizás sus oraciones matinales incluyen el nombre de cada niño y el sueño de que alguno de ellos llegue a cambiar al mundo. ¿Quién sabe si Dios no escucha?

     ¿La oficial del centro a cargo de los que están en libertad condicional? Podría ser un héroe. Podría ser la que presenta un desafío a un ex convicto para que desafíe a los jóvenes para que a su vez reten a las pandillas.

     Lo sé, lo sé. Estas personas no encajan en nuestra imagen de un héroe. Parecen demasiado, demasiado… bueno, normales. Queremos cuatro estrellas, títulos y titulares. Pero algo me dice que por cada héroe de candilejas, existen docenas que están en las sombras. La prensa no les presta atención. No atraen a multitudes. ¡Ni siquiera escriben libros!

     Pero detrás de cada alud hay un copo de nieve. Detrás de un desprendimiento de rocas hay un guijarro. Una explosión atómica comienza con un átomo. Y un avivamiento puede empezar con un sermón.

     La historia lo demuestra. John Egglen nunca había predicado un sermón en su vida. Jamás. No es que no quisiera hacerlo, sólo que nunca tuvo la necesidad de hacerlo. Pero una mañana lo hizo. La nieve cubrió de blanco su ciudad, Colchester, Inglaterra. Cuando se despertó esa mañana de domingo de enero de 1850, pensó quedar en casa. ¿Quién iría a la iglesia en medio de semejante condición climática?

     Pero cambió de parecer. Después de todo era un diácono. Y si los diáconos no iban, ¿quién lo haría? De modo que se calzó las botas, se puso el sombrero y el sobretodo, y caminó las seis millas hasta la iglesia metodista.

     No fue el único miembro que consideró la posibilidad de quedarse en casa. Es más, fue uno de los pocos que asistieron. Sólo había trece personas presentes. Doce miembros y un visitante. Incluso el ministro estaba atrapado por la nieve. Alguien sugirió que volviesen a casa. Egglen no aceptó esa posibilidad. Habían llegado hasta allí; habría una reunión. Además, había una visita. Un niño de trece años.

     Pero, ¿quién predicaría? Egglen era el único diácono. Le tocó a él. Así que lo hizo. Su sermón sólo duró diez minutos. Daba vueltas y divagaba y al hacer un esfuerzo por destacar varios puntos, no remarcó ninguno en especial. Pero al final, un denuedo poco común se apoderó del hombre. Levantó sus ojos y miró directo al muchacho y le presentó un desafío: «Joven, mira a Jesús. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!»

     ¿Produjo algún cambio ese desafío? Permitan que el muchacho, ahora un hombre, conteste: «Sí miré, y allí mismo se disipó la nube que estaba sobre mi corazón, las tinieblas se alejaron y en ese momento vi el sol».

     ¿El nombre del muchacho? Charles Haddon Spurgeon. El príncipe de predicadores de Inglaterra. ¿Supo Egglen lo que hizo? No. ¿Saben los héroes cuando realizan actos heroicos? Pocas veces. ¿Los momentos históricos se reconocen como tales cuando suceden?

     Ya sabes la respuesta a esa pregunta. (Si no, una visita al pesebre te refrescará la memoria.) Rara vez vemos a la historia cuando se genera y casi nunca reconocemos a los héroes. Y mejor así, pues si estuviésemos enterados de alguno de los dos, es probable que arruinaríamos a ambos.

     Pero sería bueno que mantuviésemos los ojos abiertos. Es posible que el Spurgeon de mañana esté cortando tu césped. Y el héroe que lo inspira podría estar más cerca de lo que te imaginas. Podría estar en tu espejo.

 Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.


Tomado del Libro Cuando Dios Susurra Tu Nombre
Autor: Max Lucado

Editor Agenda de Dios: Olman Rímola

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