Un héroe podría ser tu vecino sin
que lo supieses. El hombre que cambia el aceite de tu auto podría ser uno. ¿Un
héroe en ropa de trabajo? A lo mejor.
Quizás al trabajar ora, pidiéndole a Dios
que le haga al corazón del conductor lo que él le hace al motor.
¿La
encargada de la guardería donde deja a sus hijos? Tal vez. Quizás sus oraciones
matinales incluyen el nombre de cada niño y el sueño de que alguno de ellos
llegue a cambiar al mundo. ¿Quién sabe si Dios no escucha?
¿La
oficial del centro a cargo de los que están en libertad condicional? Podría ser
un héroe. Podría ser la que presenta un desafío a un ex convicto para que
desafíe a los jóvenes para que a su vez reten a las pandillas.
Lo sé,
lo sé. Estas personas no encajan en nuestra imagen de un héroe. Parecen
demasiado, demasiado… bueno, normales. Queremos cuatro estrellas, títulos y
titulares. Pero algo me dice que por cada héroe de candilejas, existen docenas
que están en las sombras. La prensa no les presta atención. No atraen a
multitudes. ¡Ni siquiera escriben libros!
Pero
detrás de cada alud hay un copo de nieve. Detrás de un desprendimiento de rocas
hay un guijarro. Una explosión atómica comienza con un átomo. Y un avivamiento
puede empezar con un sermón.
La
historia lo demuestra. John Egglen nunca había predicado un sermón en su vida.
Jamás. No es que no quisiera hacerlo, sólo que nunca tuvo la necesidad de
hacerlo. Pero una mañana lo hizo. La nieve cubrió de blanco su ciudad,
Colchester, Inglaterra. Cuando se despertó esa mañana de domingo de enero de
1850, pensó quedar en casa. ¿Quién iría a la iglesia en medio de semejante
condición climática?
Pero
cambió de parecer. Después de todo era un diácono. Y si los diáconos no iban,
¿quién lo haría? De modo que se calzó las botas, se puso el sombrero y el
sobretodo, y caminó las seis millas hasta la iglesia metodista.
No fue
el único miembro que consideró la posibilidad de quedarse en casa. Es más, fue
uno de los pocos que asistieron. Sólo había trece personas presentes. Doce
miembros y un visitante. Incluso el ministro estaba atrapado por la nieve.
Alguien sugirió que volviesen a casa. Egglen no aceptó esa posibilidad. Habían
llegado hasta allí; habría una reunión. Además, había una visita. Un niño de trece
años.
Pero,
¿quién predicaría? Egglen era el único diácono. Le tocó a él. Así que lo hizo.
Su sermón sólo duró diez minutos. Daba vueltas y divagaba y al hacer un
esfuerzo por destacar varios puntos, no remarcó ninguno en especial. Pero al
final, un denuedo poco común se apoderó del hombre. Levantó sus ojos y miró
directo al muchacho y le presentó un desafío: «Joven, mira a Jesús. ¡Mira!
¡Mira! ¡Mira!»
¿Produjo
algún cambio ese desafío? Permitan que el muchacho, ahora un hombre, conteste:
«Sí miré, y allí mismo se disipó la nube que estaba sobre mi corazón, las
tinieblas se alejaron y en ese momento vi el sol».
¿El
nombre del muchacho? Charles Haddon Spurgeon. El príncipe de predicadores de
Inglaterra. ¿Supo Egglen lo que hizo? No. ¿Saben los héroes cuando realizan
actos heroicos? Pocas veces. ¿Los momentos históricos se reconocen como tales
cuando suceden?
Ya sabes
la respuesta a esa pregunta. (Si no, una visita al pesebre te refrescará la
memoria.) Rara vez vemos a la historia cuando se genera y casi nunca
reconocemos a los héroes. Y mejor así, pues si estuviésemos enterados de alguno
de los dos, es probable que arruinaríamos a ambos.
Pero
sería bueno que mantuviésemos los ojos abiertos. Es posible que el Spurgeon de
mañana esté cortando tu césped. Y el héroe que lo inspira podría estar más
cerca de lo que te imaginas. Podría estar en tu espejo.
Haya, pues, en
vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de
Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se
despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la
condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Tomado del Libro
Cuando Dios Susurra Tu Nombre
Autor: Max Lucado
Editor Agenda de
Dios: Olman Rímola
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